3/12/09

MAGIA


Era un día soleado, en un lugar remoto del Olimpo. La mañana que había comenzado con el tintineo de la lluvia al caer, se había enmudecido ante una nítida claridad sólo atenuada por el rumor de las aguadoras al acercarse con sus cántaros a la fuente de las ninfas.

Lucinda, hada mayor de cinco hermanas, regresaba con el cántaro medio lleno, aunque llevaba el vestido de los domingos hecho jirones y su madre, la gran hada del norte, la esperaba para que le acompañase a la runión dominical (gran congregación de hadas a las doce del mediodía.) Intuía que no le haría ninguna gracia que apareciese de aquella guisa y se las ingenió para retrasarse más de la cuenta, inhalando menta fresca.
El camino que transitaba hacia el páramo era el menos visitado, pero el más peligroso. Decían los lugareños que era frecuentado por druidas, brujos enganchados a las malas hierbas, gárgolas escupidoras de fluidos acuosos, quimeras en su día de asueto y grifos venidos del inframundo. El suelo, una alfombra multicolor, estaba tapizado de una gran variedad de especies aromáticas, por esta razón, el que inspiraba muy fuertemente sufría toda clase de experiencias fantasiosas y alucinaciones varias.

Lucinda, canturreando, se había adentrado sin preocuparse en la zona más exuberante del bosque, esperando encontrar así la relajación de los efluvios emanados por las plantas silvestres. La aspirante a hada no se había percatado de la existencia de un personaje peculiar y extravagante que se encontraba recostado sobre una piedra, al final del camino. El espécimen era de un tamaño minúsculo, poseía unas orejas puntiagudas y una indumentaria verde menta. El hombrecillo, al notar su presencia se incorporó y al tiempo que se estiraba, comenzaron a alargarse sus extremidades convirtiéndose en un individuo de estatura normal. Al acercarse, Lucinda, comprobó que no parecía del todo humano y para cerciorarse le pellizcó una de sus mejillas sonrosadas.

-¡Hola, hombrecillo! – añadió Lucinda desconfiada. - ¿Quién eres?
-¡Hola, chiquilla descortés! Soy un mago encantado, convertido en duendecillo y tú puedes liberarme sólo si confías en mí. – dijo el elfo entusiasmado con voz muy profunda.
-¿Qué tengo que hacer para liberarte? – exclamó Lucinda con los ojos fijos en los del duende, sin dar crédito a lo que oía.
-Ofrecerme el agua de ese cántaro y en un breve espacio de tiempo hallarás lo que tú desees.

Lucinda no dudó, cedió el cántaro al elfo y se marchó repitiendo, una y otra vez, las palabras que el mago había mencionado, evitando así caer en el influjo del aroma alucinógeno del bosque.
Al cabo de unos días de regreso a casa, en aquel mismo lugar, encontró un trébol de cuatro hojas y al lado, una piedra con destellos encerrados en su interior. Levantó la piedra y la estrelló contra una roca observando que se trataba de una bola de cristal irrompible, muy brillante, y que su interior estaba habitado por un mago en miniatura. La bola poseía un valor especial para un hada ya que podía predecir el incierto futuro. Lucinda no volvió a tropezarse con el hombrecillo pero nunca jamás dudó de aquello que le había confiado el mago.

Esther Ferrer Molinero

2 comentarios:

  1. Ah! Prosa, tão fluída e poética quanto as rimas que imprimem o ritmo compassado dos teus poemas.

    Obrigada por se experimentar em outros estilos!

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  2. Gracias, Ana!!
    Experimentando, experimentando... va la niña aprendiendo...

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GUILLOTINADO EXPRÉS!!!
Cuchillos afilados, cuchillos sangrantes...
rodarán cabezas... ¡Qué le corten la cabeza!